Paseo por el Ramal de Ferrocarril a Constitución
Sobre el paseo de ayer quiero contarte del aire fresco del amanecer en la estación de Talca y de la claridad creciente que fue poniendo diáfano el horizonte, cuando se apagaron los faroles de la plazoleta con la estatua de Rómulo y Remo. (El tren partía a las 7.15 A.M.). Hacia el oriente se fueron mostrando las nieves en la cima de los volcanes, mientras el valle del poniente desperezaba sus verdes a medida que los rayos del sol lo iban develando.
Quiero contarte del viaje en el tren de juguete antiguo, rechinador y bamboleante en su marcha encabritada, a unos 30 kilómetros por hora.. ¡Hacer la distancia de 100 km. de Talca al mar llevó tres horas y media! Atravesando los campos en traqueteo tan cansino, imagino que no perturba demasiado el ecosistema: los caballos, las vacas y gallinas a orillas de la trocha angosta apenas echaban una mirada para constatar nuestro paso por detrás de sus cercas.
Pasamos chacras y huertas, orillamos trigales en cierne y sembradíos de arroz, cruzamos en medio de viñedos que se pierden en las junturas de las cañadas. Avanzamos por un tapete de jades y oro. El trencito se empeñaba por la pendiente que asciende casi imperceptible por los terrenos de la cordillera costina, hasta que comenzó a asomar río a través del enramado que flanquea los rieles.
Quiero contarte de la conjunción de los ríos en el lugar llamado El Morro: unos vienen anchurosos y claros de la dirección de los Andes, otros surgen paralelos a la vía, por entre boscajes, encajonados en sus lechos de piedras oscuras, lentos, parsimoniosos, discretos.
Quiero contar del trote del trencito de cuentos corriendo por los tendidos derechos, siempre cobijado por vegetación nativa o pobres reforestaciones domésticas, que dejan entrever patios de viviendas campesinas y pequeños potreros cultivados o con un par de animales de sustento. El follaje de lado y lado forma túneles de hojas jóvenes de primavera, de colores frescos y suave ondular. Hay curvas que salen al encuentro, unas tras otra, para desembocar en nuevas rectas que se extienden de verdor a verdor, y se van a hundir en otros arcos cerrados que esconden nuevas sorpresas.
Y así, siempre con el río deslizándose impertérrito a nuestra vera, se saborean nombres con historia y vida de pequeños paraderos y estaciones salidas del recuerdo. Se divisan escuelitas vinculadas al mundo sólo por arte y milagro del Ramal; descienden citadinos con portafolios y libros – seguramente, maestros rurales y funcionarios en misión fiscal – y suben campesinos de anchos sombreros y faja a la cintura, acarreando canastos y faltriqueras infladas – los primeros con productos de la tierra, las segundas repletas de papeleos por tramitar en la ciudad.
El vaivén de la marcha toma un ritmo sonoro más parejo – tacatá, tacatá, tacatá – que retrae a los viajes de infancia cuando… Ensillada en este caballo domesticado del pasado maulino me pregunto si, realmente, he atravesado la curva de un milenio en el calendario.
El río se ha henchido de azul y de sol, las aguas van serenas a encontrarse con el océano que espera. Cruzamos puentes y puentecitos de fierro oxidado, de costado observamos el gran viaducto nuevo ya a la llegada de Constitución. Guardo la cámara fotográfica, acomodo la mochila en la espalda y me apresto a descender del tren del Ramal de Ferrocarril a Constitución. Estábamos arribando a destino a las 10.30 de la mañana.
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