La esquizofrenia de Chile

Por Adriana Bórquez Adriazola
Talca, viernes 3 de marzo de 2010.

Chile es un país esquizofrénico. Hoy esta realidad me ha golpeado con fuerza impensada.

Sólo ayer – a 5 días del terremoto grado 8,5 ú 8 ó 9 (todo depende de la fuente que ilustre) que desquició el mundo de millones de hermanos chilenos a últimas horas de la noche – vine a dimensionar su magnitud verdadera. Por fin ubiqué en el vecindario el lugar donde un generador eléctrico permitía recargar pilas de celulares y ver unas horas de televisión. Por razones personales yo no había podido llegar antes a obtener beneficios de esa índole.

Con la serenidad que da la experiencia enfrenté estoicamente los minutos eternos del movimiento desbocado de la tierra encabritada y a la media hora había iniciado la tarea descomunal de organizar el despeje del caos en la casa. Tenía la certeza que este terremoto había sido tan fuerte como ese otro, en mi juventud; tan fuerte y tan largo. Lo viví sin otra posibilidad que superar por mi cuenta las dificultades o colapsar.

En este lugar de la ciudad no pasó nada más grave que la quebrazón de vidrios y lozas y una que otra viga desprendida sin mayores consecuencias, además de los volcamientos de muebles y desparramo de libros y papeles. El corte del suministro de luz y agua potable se había paliado con la colaboración y solidaridad entre los vecinos. De oídas, por comentarios, sabía que “medio Talca está en el suelo” en el sector viejo de la ciudad. En la retina trataba de representarme detalles de reportajes de los desastres recientes en el planeta. De igual manera, recordaba parcialmente lo vivido en los 60’ en el terremoto del sur. Hasta ese instante había permanecido en la ignorancia de la burbuja que me procuraba el entorno del barrio.

Ver las imágenes de los noticiarios significó tomar consciencia cabal de lo que pasa más allá de las fronteras de La Florida. Ni siquiera el reciente desastre de Haití ni los tsunamis en el Pacífico Sur podían parangonarse con lo que veía en la pantalla. Regresé acongojada a casa, con una sensación de impotencia abrumadora. ¿Qué puede experimentarse sino una tremenda consternación cuando el sufrimiento humano nos interpela de una manera tan brutal?

Días después – ¿un día, dos días, al siguiente? – arriesgué una salida al centro para encontrarme con Pelusa. Aprovechamos la ocasión para hacer compras indispensables en un supermercado que ya atendía público. Mi amiga iba manca, con el brazo en cabestrillo; yo, bueno, todos sabemos, transitando mi paso por la vida con dos bastones.(¡Qué par!) El guardia que controlaba el orden de la cola en el exterior y el ingreso al local, apenas nos divisó nos dio el pase. Como viera que sería imposible para Pelu transportar su compra de comestibles, la acompañé a casa, en el Barrio Norte.

Lo que había divisado camino al centro – muros desmoronados, casas enteras colapsadas, por aquí y por allá – era pálido reflejo de lo que enfrentaba ahora. Cuadras completas llenas de escombros, moradas al descubierto, revelando la intimidad de quienes las habitaran hasta la madrugada del 27 de febrero; perros vagando entre las ruinas; gallinas



y unos patéticos jilgueritos en su jaula volcada sobre los adobes desmenuzados; muebles desvencijados con sus puertas abiertas, los cajones colgando y las patas quebradas al aire. Los escasos transeúntes caminaban cabizbajos, lentamente, como sumergidos en profunda meditación. Una anciana chascona y con la indumentaria puesta de cualquier modo, arrastraba una bolsa desde el interior de lo que fuera un hogar, acompañada de sus sollozos, con los mocos colgando, perdida en su solitario dolor. Otros seres hurgueteaban los escombros reuniendo enseres, levantando maceteros quebrados con cuelgas de plantas resecas. Asemejaba una escena posterior a un bombardeo de la 2ª Guerra Mundial.

Nos detuvimos frente al portón de acceso al condominio donde reside mi amiga. Del calor de la calle pasamos al frescor de los prados que se extienden a lo largo de los chalets, con árboles de suave follaje y flores veraniegas. Niños pequeños iban en bicicletas o armaban juegos en grupos; unas niñitas paseaban a las muñecas en cochecitos de su tamaño o pretendían un pic-nic entre las plantas; un hombre joven en polera y shorts leía tendido sobre una reposera. Nada ni nadie parecía haber sufrido daño alguno con el sismo grado 8º y tantos. Tal vez, habíase quebrado una copa o caído un par de libros. Estábamos en un remanso tranquilo, oyendo risas de juegos, voces serenas, una melodía suave desde algún aparato a pilas; viendo transcurrir la existencia a paso normal, inalterada en su esencia. Estábamos allí, donde la construcción es firme, las paredes sólidas; donde se es invulnerable; donde invitaremos a la vecina al almuerzo y en la tarde iremos a la hora del té donde la amiga; allí, donde el inconveniente mayor es la carencia de agua potable domiciliaria y que aún no se haya repuesto la electricidad. Yo estaba asomada a un mundo donde la tragedia no existía; me lastimó su imperturbabilidad y partí pronto.

A esa hora, pasado largo el mediodía, alumbraba un pálido sol por entre nubes blanco-grisáceas. El silencio pesaba junto al bochorno ambiental. Yo seguía pedaleando, en busca de una vía perpendicular que me permitiera alejarme de la calle fantasmal que seguía. Sin embargo, en cada bocacalle que ingresaba, el mismo cuadro de desolación absoluta me salía al encuentro.

Torcí hacia el sur en pos del camino a mi casa. Aquí, la sombra de los altos castaños de Indias bordeando las aceras y entrecruzados en la altura, procuraba relajo del calor; el silencio colmaba la calle; parecía un escenario abandonado por la vida. En eso, mi mirada se fijó hipnotizada en un grupo inmóvil a mitad de la cuadra; entonces sentí que avanzaba por la nave de una catedral del dolor. En lo alto de una pila informe de adobes destrozados, la figura fláccida sentada de un hombre con hombros caídos y manos yacientes sobre los muslos estaba rodeada por los cuerpos inmóviles de una mujer y unos niños. Todos miraban hacia el interior de una morada por el umbral de la puerta, que se erguía solitario en medio de las paredes derruidas del frontis de color de mar azul-profundo. Impactaba el vacío de esos ojos cansados, reflejando la desolación, el desamparo, la incomprensión de lo que se estaba viviendo. La sombra de los follajes jugueteaba sobre los rostros sin lograr alterar la estupefacción cincelada en sus rasgos. Era una “Pietà” esculpida por dioses siniestros.

Un poco más allá detuve el pedaleo; no distinguía bien la calzada para hacerle el quite a los cascotes; lloraba de impotencia, de pena, de constatar, nuevamente, la distancia abrumadora entre los humildes y aquellos que poseen más: Hasta los terremotos son diferentes para unos y para otros.

Comentarios

  1. Anónimo12:42 p.m.

    Si usaba bastones...¿pedaleaba?. En general me gusto, pero me desoriento lo del pedaleo.

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  2. Sí, la autora del artículo usa bastones para caminar, pero también tiene una bicicleta especial con la cuál recorrió las calles de Talca post-terremoto.

    ATTE.

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